El Arte De La Conversación

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“Hablar contigo durante una noche es mejor que estudiar libros durante diez años”, fue el comentario de un viejo estudioso después de tener una conversación con un amigo. Un placer tan supremo como el de una conversación perfecta con un amigo, de noche, es necesariamente raro, porque los que son sabios rara vez saben hablar y los que saben hablar rara vez son sabios. El descubrimiento de una persona, que comprenda realmente la vida y a la vez entienda el arte de la conversación, debe ser, por lo tanto, uno de los placeres más agudos, como el descubrimiento de un nuevo planeta para un astrónomo o de una nueva variedad de plantas para un botánico.


La buena conversación usualmente es un bien del que disfrutan usualmente las personas con cierto espíritu de ocio, y que poseen encanto, humorismo y apreciación de los matices más agudos. Podemos hablar o discutir de negocios y fruslerías con todo el mundo, pero hay muy pocas personas con quienes podamos sostener realmente una conversación nocturna. Por eso, cuando encontramos a un verdadero conversador, el placer es igual, sino superior, al de leer a un delicioso escritor, con el placer adicional de escuchar su voz y ver sus ademanes. A veces lo hallamos en la feliz reunión de viejos amigos, o entre relaciones que se dedican a sus reminiscencias, a veces en el lobby de algún hotel durante algún lejano viaje. Se charlara de duendes y de espíritus de zorros, junto con entretenidos relatos o apasionados comentarios sobre pinturas y piezas teatrales. Tales conversaciones quedan entre los recuerdos que acariciamos durante toda la vida.

Es claro que las de la noche son las mejores horas para conversar, porque las conversaciones de día sufren de cierta falta de brillo. El lugar de la conversación me parece enteramente sin importancia. Se puede gozar de una buena conversación sobre literatura y filosofía en un salón siglo XVII o sentado sobre el césped en el campo. O acaso sea una noche de viento y de lluvia mientras caminamos debajo de un paraguas y las luces de los faroles lanzan sus reflejos sobre el agua encharcada.


Los patos de un estanque, tragedias griegas, helados de sabor extraordinario, conjeturas matemáticas, las variedades de vid, el movimiento en las burbujas de jabón, puertas dimensionales, las librerías en las márgenes del Sena, los encuentros predestinados: todos estos son buenos y legítimos temas de conversación. El punto crítico es su estilo holgazán. Por mucho peso e importancia que tenga el tema, aunque signifique reflexiones sobre el triste cambio o el estado de caos de la patria, o se hable de conmovedoras cuestiones de amor, todas las ideas se expresan en forma casual, despaciosa e intima.

El buen estilo de la conversación es, por consiguiente, un estilo de intimidad y despreocupación, en que las partes han perdido su dureza y han olvidado del todo cómo visten, cómo hablan, cómo estornudan, y en que todos colaboran y sienten igual indiferencia en cuanto al camino que toma la conversación. Esta es una condición absolutamente necesaria para que la conversación merezca el nombre de arte. Y como no nos importa de qué hablaremos, la conversación irá a la deriva, cada vez más lejos, sin orden y sin método, y los amigos se marcharan, cuando todo termine, con el corazón feliz.


En general, el arte de la conversación y el arte de escribir buena prosa llegaron comparativamente tarde en la historia de la civilización humana, porque la mente humana tuvo que desarrollar cierta sutileza y ligereza de toque, y esto sólo fue posible en una vida de ocio. Es tal la relación entre el ocio y la conversación, y el progreso de la prosa, que creo que la prosa verdaderamente culta en una nación nace en la época en que la conversación ha llegado a ser ya un arte. Lo vemos muy claramente en el desarrollo de la prosa inglesa del siglo XIX, la prosa francesa del siglo XVIII, o incluso más notablemente en la prosa griega y china de la antigüedad.

No puedo imaginar una explicación de la vitalidad del pensamiento chino en los siglos que siguieron a Confucio, cuando nacieron las que se llaman “Nueve Escuelas del Pensamiento”, si no es la de que se había desarrollado un ambiente culto, en el cual una especial clase de sabios tenía por único cometido el conversar. Había además una clase de brillantes sofistas o conversadores profesionales, a quienes contrataban los diferentes Estados en guerra, y enviaban como diplomáticos para evitar una crisis o persuadir a un ejército hostil de que se retirara de las murallas de una ciudad sitiada, o para concluir una alianza, como muchos hicieron. Estos sofistas profesionales se distinguían siempre por su ingenio, sus hábiles parábolas y su poder de persuasión. De ese ambiente de libre y juguetona discusión surgieron algunos de los más grandes nombres de la filosofía oriental: Yang Chu, famoso por su cinismo y Hanféitse, famoso por su realismo (similar al de Maquiavelo, pero más atemperado), por mencionar a algunos.

El surgimiento de la prosa griega ocurrió claramente en la misma clase de ambiente social descansado. La lucidez del pensamiento griego y la claridad de su estilo de la prosa deben su existencia al arte de la conversación calmosa, como se revela tan claramente en el título mismo de los “Diálogos” de Platón: En el banquete vemos a un grupo de sabios griegos reclinados en el suelo que conversan alegremente en una atmosfera de vino y de frutas. Porque estos hombres habían cultivado el arte de hablar, su pensamiento fue tan lúcido y su estilo tan claro, dando un contraste tan refrescante con la pomposidad y la pedantería de los modernos escritores académicos. Estos griegos habían aprendido aparentemente a manejar con ligereza el tema de la filosofía. La encantadora atmósfera conversacional de los filósofos griegos, su deseo de hablar, el valor que atribuían a una buena conversación, y la elección del lugar para conversaciones se ven bellamente descritos en la introducción de “Fedra”. Esto nos da una visión interior del surgimiento de la prosa griega.

La misma “República” de Platón no comienza, como lo harían algunos de los escritores modernos, con frases como “la civilización humana, vista a través de sucesivas etapas de desarrollo, es un movimiento dinámico que va desde la heterogeneidad a la homogeneidad” , o alguna otra tontería igualmente incomprensible. Comienza en cambio, con una frase afable: “Bajé ayer al Pireo, con Glauco, el hijo de Aristo, para rendir mis devociones a la diosa y deseoso de observar, a la vez, en qué forma iban a celebrar el festival, pues estaban por hacerlo por primera vez”. El mismo ambiente que encontramos entre los primeros filósofos chinos, cuando el pensamiento era más activo y viril, lo tenemos en el cuadro de los griegos reunidos para discutir el tema de si un gran escritor de tragedias debe ser o no un escritor de comedias también, según lo describe “El Banquete”. Había un ambiente de alegría y chispeantes preguntas y respuestas. La gente se burlaba de la capacidad de Sócrates como bebedor, pero allí seguía él, bebiendo o no según le diera en gana, sirviéndose una copa cuando se le antojaba, sin preocuparse por los demás. Y así habló Sócrates la noche entera hasta que todos los comensales quedaron dormidos, salvo Aristófanes y Agatón. Cuando hubo hecho a dormir a todos mientras hablaba, y fue el único que quedó despierto, abandonó el banquete y fue al Liceo para darse un baño matinal, y pasó el día tan fresco como siempre. En este ambiente de amistoso discurrir nació la filosofía griega.

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